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La primera pa´bajo

Relato motero Puch

Un relato de Sergio J. Barrera

¿Saben esas cosas que salen bien a la primera sin ni siquiera tener ni idea de lo que se está haciendo? Pues algo así me pasó la primera vez que cogí una moto. Aunque lo cierto es que a juzgar por cómo terminó la experiencia, no tengo tan claro que saliera tan bien… o sí, no sé.

Cuando apenas tenía diez años, me quedaba pasmado viendo a mi tío Quino ir y venir con su flamante Puch Dakota; moviéndose de un lado para otro entre corrales de vacas, cercados de terneros, pajares enormes o sembrados de maíz infinitos.

Puch Dakota 50cc

En aquella explotación, mis primos y yo éramos otros animales más.

Mi primo Sebas era algo mayor que los demás, y como tal, estaba obligado a dar ejemplo de arrojo y valor a los más pequeños. Una de esas fanfarronadas consistía en coger la Dakota a hurtadillas y correr a los terneros por los sembrados. Si mi tío Quino se hubiera enterado de aquello, aún estaríamos limpiando corrales.

Esto pasó en la primavera en que cumplí doce años. Yo no tenía ni idea de cómo se conducía una moto, pero sabía que quería montarla. Mi primo Sebas esperaba a que mi tío saliera con el camioncillo cisterna a la cooperativa para descargar la leche. Entonces todos salíamos corriendo a lo más alto del pajar y nos sentábamos en una alpaca con las piernas colgando, mientras esperábamos la salida de Sebas sobre la Dakota a todo gas en el cercado de los terneros.

Las vistas desde el pajar eran como estar en la tribuna de un circuito de velocidad: yo abría la cancilla, las terneras escuchaban arrancar la Puch y salían en estampida. Sebas entonces entraba en el cercado a todo lo que daba la moto y perseguía a las terneras, vacas, guarros o lo que hubiera ese día allí. Cerraba la cancilla a toda prisa y corría hasta la alpaca a jalear con los demás a Sebas:

¡¡Vamos, a tope, venga corre, dale caña!!…

De vez en cuando se paraba cerca de nosotros y nos azuzaba haciendo aspavientos con las manos, buscando el calor del público. Nosotros seguíamos gritando y bajábamos saltando para acercarnos a la moto en marcha, la tocábamos y le preguntábamos como se conducía, cuánto corría y sobre todo si la podíamos coger.

Pero la respuesta era siempre la misma: ¡ni locos vais a coger la moto enanos!

Entonces mi primo, cogía lo que yo pensaba que era el freno izquierdo, le daba un pisotón a una palanca con el pie izquierdo, y salía de nuevo disparado, gritando: ¡primera pa´abajo y las demás pa´arriba!
¡yihaaaaaa!

Este día de primavera que digo, ocurrió algo. Mi tío, como de costumbre, salió a descargar la leche a la cooperativa y Sebas salió a hacer su espectáculo como siempre. Se confió en un giro, pisó una enorme boñiga con la rueda delantera y se fue al suelo con la mala suerte que al apoyar la mano izquierda se partió dos dedos. Todos saltamos del pajar a auxiliarle, menos yo, que también salté pero con otras intenciones que ninguno sospechó.

Mientras los demás rodeaban a Sebas para ayudarle y consolarlo, yo me dirigí a por la Dakota que yacía con medio manillar enterrado en mierda de vaca, pero… arrancada y llamándome a voces.

Era mi oportunidad. La levanté como pude y antes de que nadie pudiera percatarse estaba encima de la moto. Limpié con mi camiseta el manillar y con la emoción desbocada de un adolescente que hace algo prohibido embragué, mientras aceleraba a tope sin saber ni de lejos lo que hacía.

El ruido de la Puch en vacío hizo que todos se volvieran, y Sebas desde el suelo, con los ojos desencajados, bramó con todas sus fuerzas: ¡baja de la moto pedazo de alcornoque!

Yo no atinaba nada más que a acelerar pero aquello no se movía. Entonces recordé: “la primera
pa´bajo”.

Sin pensarlo le di un enorme pisotón a la palanca de cambios, la moto cambió de sonido e instintivamente solté el embrague de golpe. ¡Salió bien a la primera!. ¡Estaba montado en la moto y la moto estaba en marcha! Los gritos de los demás enmudecieron en mi cerebro, que parecía haber sido abducido por una especie de sensación de ingravidez y un desproporcionado chute de adrenalina. El motor seguía en primera y el puño llegó a su tope, aquello parecía que iba a explotar en cualquier momento, pero yo solo sentía felicidad y una creciente sensación de descontrol.

Apenas fueron unos segundos, pero poder recordar aquellos instantes con esta intensidad los convierte en eternos.

Decidí juguetear con la palanca de cambios a ver qué nuevas experiencias me deparaba aquella máquina salida de las entrañas del averno. Miraba hacia abajo mientras toqueteaba con el pie el cambio, y la moto empezó a dar tirones y ser más ingobernable de lo que ya se me hacía. Tomé conciencia un segundo de dónde estaba: escuché las voces de los demás, la de Sebas muy por encima, levanté la mirada de la palanca de cambios y lo siguiente que recuerdo es estamparme contra el mullido lomo de una pobre ternera, que me pareció un muro de hormigón.

Ya está, eso fue todo, apenas ochenta metros en primera; así de bizarro fue mi primer contacto con las motos. Al menos así lo recuerdo y no cambiaría ese recuerdo ni un ápice, aunque mi primo Sebas lo viviría de otra forma desde luego.

Hace poco volví al campo de mi tío, y pude reencontrarme con aquella vieja Puch Dakota, que lucía entre gruesas telas de arañas y espesas manchas de la mugre más añeja. Debo decir que ni la caída de Sebas ni mi golpe contra el animal, hicieron mella en la recia moto, y mi tío jamás sospechó, al menos eso pensamos mis primos y yo.

No faltará el que me diga que esa moto de la foto no era la Dakota, si no la Calavera, pero me da igual, tampoco estoy dispuesto a cambiar eso de mi recuerdo, porque a mi tío Quino la que en verdad le gustaba era la Dakota, aunque por error acabó comprándose la Calavera, pero esa es otra historia.

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